En mi heterodoxa carrera hacia el absurdo o al todo, según se mire o quien lo cuente, no se puede pasar por alto mi contacto con uno de los reductos más importes de autores sin obra de finales del siglo XX.
Los autores sin obra suelen ser el estrato más alto de la sociedad. Su presencia supera a la de cualquier otra figura.
Éramos un grupo de jóvenes postpunk y post X que vivíamos al límite, sin hacer otra cosa que contemplar el mundo y criticarlo. Veíamos dolorosamente los cuerpos prietos cotejándose con las manos los unos a los otros, a los prohombres del mañana dando relumbrón a sus carreras, y a los profesionales levantando España, mientras nosotros nos limitábamos a deleitarnos con desdenes y desdeños.
En ese asfixiante círculo crítico fui adiestrado en el cálculo nihilista, en el nerviosismo histórico, en el híper sofisma, en la gestualidad inescrutable, en dialécticas como panes, pero sobre todas la cosas en el arte de la no intervención.
Para nosotros, la intervención era una afrenta a todo lo bueno que pudiera existir en el mundo, a la inteligencia, y en definitiva a lo sagrado. Tomar una decisión y llevarla a cabo era simplemente una profanación.
Todos teníamos tentaciones, escribíamos poemitas en nuestros genitales que mostrábamos en clase cuando el profesor no miraba, cantábamos borrachos o hacíamos pequeñas performances en las discos, bailando raro.
Pero, en cuanto esto ocurría, enseguida nos reprimíamos los unos a los otros, pues creíamos que intentar crear una obra de arte era pecado mortal, una abominación que nunca, o en contadísimas ocasiones, sin responder a la lógica pasaba del conato bochornoso.
Apreciábamos que aproximadamente una vez cada quinientos años una nueva obra de arte aparecía en el mudo, y ni siquiera llegábamos a colegir si era esta o aquella la reliquia venerable.
Por aquel entonces soñábamos con una pensioncita minúscula que nos permitiera seguir en aquel estado de desidia crítica, pero prácticamente ninguno de nosotros lo consiguió. A mí me perdió la vanidad. Pensé que quizá Dios quisiera obrar el milagro de expresarse a través de mí y comencé a ensayar con la narrativa, lo que me vetó instantáneamente del núcleo duro de los autores sin obra.
Ya no queda casi ninguno de aquellos inactivos, pero todavía queda un estoico que le roba el pan a los gorriones y me retira la mirada cuando me ve pasar.
Os quiere, vuestro chico trabajador.