Esta noche me visitaron los nibelungos. Yo sudaba las sabanas mortificadamente y balanceando la cabeza, igual que en las películas malas.
Schilbungs reptó hasta mi oreja para susurrarme groserías acerca de unas ninfas, un unicornio y un montón de champán barato y también se burló junto con su fabuloso hermano de mi austeridad rallante en la pobreza, mi desternillante falta de discurso pero sobre todo de mi trazo elemental, mi ridícula paleta y ausencia compositiva.
Cada vez que perdía el hilo de la melopea ésta se rebobinaba y volvía a empezar desde el principio con esas horribles imágenes obscenas y vertiginosas.
Cuando pensé que ya no lo soportaría más, estallan unos polvos de fósforo y flúor y se me aparece el príncipe Sigfrido que bate a los Nibelungs y Schilbungs en retirada y me dice: “No te alteres querido, no hay nada que un buen representante no pueda arreglar”.
Tras eso arrojé durante cuatro horas seguidas deseando una muerte que me colmaría de paz tanto a mí como al núcleo familiar al que había hecho participe de mi descomposición gastrointestinal.
No fue hasta el albor de la madrugada que el Vichy catalán con limón me templara el estómago y liberara mi mente las arcadas para dejarla volar vagar por cumbres intelectualmente elevadas
Esos pensamientos empezaron ñoñamente con el juego de los antagonismos. Qué revelador fue haberse sentido mal para apreciar un estado de precaria normalidad. De seguidillo vino el símil con “El Anillo”: ¿Acaso podría considerarse verdadero el valor del principie Sigfrido si no sintiera miedo?
¿Podría alguien ser generoso si no estuviera tentado de ser egoísta y solo la fortaleza de su carácter hospitalario le impusiera la decisión correcta, es posible ser humilde sin conocer la vanidad, ser alegre sin haber sentido la tristeza, pacifico sin haber peleado ?
¿Acaso Dios no creo también el mal para permitirle a la humanidad la chulería de hacer cosas excepcionales?
¡Queridos hermanos, brindemos al sol!