Lo peor que le puede ocurrir a un artista es que pierda la sombra. Está es una fatalidad que sucede con frecuencia.
En las reuniones sociales, cuando fingimos que nos divertimos y fumamos crack y nos tocamos los unos a los otros, en realidad estamos pendientes de que nuestra sombra desluzca oscura y sombría. Espesa.
Una sombra saturada y tililante haría excusarse a cualquiera, incluso atendiendo al editor de “Esquire”, por decir algo, para recluirse en el estudio en una nube de azufre.
El azufre es un espesante de la sombra con terroríficos efectos secundarios, de los cuales enumero los más espeluznantes: pérdida de brillo en las pupilas y el cabello, accesos de responsabilidad contable y un obvio, aunque no por ello menos escalofriante, olor a pedo de monja.
La pérdida de la sombra es un tabú innombrable y ubicuo como Dios. Quizá esta es la faceta más penosa. Al no haber clínica, perder la sombra no tiene vuelta atrás.
Algún amigo desesperado ante la pérdida ha recurrido a un audaz médico italiano que trasplanta sombras, pero ninguno ha llegado a sobrevivir más allá de una semana antes de meterse en la plantilla del “Corte Inglés”.
En fin, no están del todo claras las razones por las que un artista puede perder la sombra, pero parece consensuado que el abandono del culto al absurdo que todo artista profesa es la razón principal.
Os deseo