Queridos amigos,
He estado pensando que normalmente os suelto diatribas parabólicas un poco a lo loco, esperando que el ejemplo antes que la palabra nos ilumine, a todos, acerca de la verdadera naturaleza del arte y de la vida.
Sin embargo me ha parecido que quizás estaría bien poder acercaros a mi mundo más íntimo, daros notas acerca de aquello que colorea mis humores y me agita la respiración. Que leo y que no leo, en qué pienso cuando me ensimismo, si veo la tele o cuál es mi color favorito.
Para poderos transmitir mi sensibilidad correctamente os debería hacer el amor a cada uno de vosotros, queridos lectores. Os debería hacer el amor, sin distinguir sexo, raza ni afiliación política ni deportiva. Al fin y al cabo he ido modelando mi temperamento artístico acorde al ritmo del cortejo de Mindi, si ella salta yo salto, si ella recita un epígrafe del BOE yo recito a Rilke, etcétera.
Queridos amigos, soy un conocedor tan bueno como vosotros de lo complejo que resulta transgredir los tabúes que cimientan el orden en nuestra galaxia. Hacerle el amor a una turba de intelectualoides en gran medida casados o comprometidos no deja de ser un tabú de proporciones considerables.
El tabú es el enemigo número uno del orden.
¿Qué somos si no orden? El orden es un mecanismo maravilloso que nos permite no andar en eternas guerras de represalia y que nos preserva, más o menos, de las enfermedades venéreas, nos ayuda a reconocer a nuestros propios hijos o al menos nos da un criterio para saber a cuales debemos alimentar. El orden también debería permitir que los autobuses parasen en sus paradas en vez de ir como locos y que las calles estuvieran limpias.
El orden es la base de la salud.
Acepto, por tanto, que nos tendremos que esperar hasta la siguiente vida para ver si esa ramera de “Fortuna” decide hacernos compartir lecho y satisfacer hasta las últimas consecuencias el ansia de curiosidad.
Hasta ese momento todos nos tendremos que conformar con ese subproducto del arte llamado pintura, aspirando optimistamente a que se nos abra una vista lo suficientemente hermosa e intrigante como para dejar volar la imaginación y soñar con esa cosa tan bonita como la de las vidas que ya no podremos vivir, la cantidad máxima de hijos que hubiéramos podido llegar a engendrar o por supuesto que haríamos si fuéramos el hombre invisible.
Os quiere,
Vuestro chico trabajador
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