Hay un poeta que vive debajo del puente de la Avenida de América con el que suelo quedar los primeros miércoles de mes para jugar al “Infractor”. Monta un tenderete con estampitas en el exasperante semáforo de López de Hoyos con Cartagena. En caso de signos infaustos, como bocinazos o improperios desagradables, ipso facto, nos orinamos en la carrocería del “infractor”.
La picha española nunca mea sola
El individuo increpado suele salir furibundo, como si hubieran profanado la memoria de su madre, echado espumarajos por la boca y trabándose con los dispositivos de seguridad obligatorios. Este es un momento delicadísimo. Alguien podría pensar que el miedo se apoderaría de mí, pero acaso un nihilismo religioso, acaso una desidia existencialista me deleitan con la idea de una muerte próxima.
Normalmente nos retiramos sin problemas debido al afecto generalizado de los autoclubers por sus coches sin vigilancia.
Este juego sin puntuación es un heredero de los brutales ritos de hombría e iniciación que marcan a los españoles singularmente.
He de reconocer que, sin embargo yo, a pesar de la corriente de estandarización europeísta del ciudadano, sigo disfrutando de este tipo de diversiones brutales. Me preocupa ¿no estará mal ser así, tan irracional? Sea pues, lo puse al corriente de un compañero del bingo de avenida de América que echa las cartas en un despachito de la calle Londres.
Tras una sesión larga de sesenta euros me dijo que, mi piedra es la amatista, mi día el martes, y que cuando vea monjas juntas en número par vuelva sobre mis pasos directo a casa y me meta en la cama.
Sin duda los sesenta euros mejor invertidos de mi vida.
Dedicado al filósofo y carpintero, Perico González