El secreto de la inmortalidad

Queridos amigos intelectuales y resto de compañeros de la bolera:

Como bien sabéis recientemente ha sido mi cumpleaños. Esta es una cita anual e ineludible parecida a la que todos los hombres maduros tienen con las colonoscopias. El cáncer de colón es el que ha demostrado una mayor curación relacionada con la prevención.

La cita me pone metafísico, y este año, como si una conjunción estelar me diera sombra, he sido regalado con una serie de señales que comparto con vuecencia y resto.

La primera de ellas, la lectura de Gómez Rufo, biógrafo de mi querido Berlanga, que Mindi “et mes enfents” me han regalado por la ocasión. Os pongo en conocimiento que Berlanga, en contra de lo que pudierais pensar, no ha muerto. Esto se debe a que él no creía en la muerte y su espontánea inmortalidad se sustenta en una voluntad férrea e hiponcondriática de no querer morirse.

Esa, obviando las moderneces del culto a lo efímero (el chabolismo de la intelectualidad), es la esencia del artista. La inmortalidad.

La otra ha sido la reciente visita de un filósofo al estudio. El corte pesimista vitalista, del que hacía gala, y para que nos entendamos todos, viene a ser un existencialismo con un toque alegre, o por si aún no os queda del todo claro es cambiar la náusea sartriana por un el eructo después de un homenaje en Zalacaín, no me interesa salvo para contradecirlo.

Vivir una fiesta sin esperanza me parece deprimente, por mucho vino y mulatas que me pongan por delante. Prefiero la irrefutable inmortalidad berlanguiana sin lugar a dudas. Más surrealista, desde luego, y mil veces más chula. Es lo que me atrevo a definir, para que quede en los manuales de filosofía, un optimismo obcecado.

Dicho esto, no me importaría nada asistir a mi funeral. Con suspiros de España entonado por un coro de mulatas en San Francisco el Grande y las veteranas del Pasapoga alzando sus piernas armadas con taconazos de aguja. Con un Packard en la puerta que pasee mi cadáver en olor de multitud y un enterramiento ceremonioso en el hermoso cementerio de san Isidro, muy cerca de la pradera ídem, que Goya retrató como buen madrileño, es decir, nacido en cualquier lugar menos en Madrid.

Os deseo un hermoso, florido y eterno mes de mayo con vino y rosas.

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