El taller y la maestría


Esto paso ya hace mucho tiempo, pero pasó al fin y al cabo. Gracias, entre otras cosas, a una feliz coincidencia, me fui becado a Granada a la fundación Rodríguez Acosta.
Fue allí donde nos conocimos Alberto, Ana y yo. Alberto en condiciones psicodélicas post-Antonio´s, venía de Ávila.
Pero no voy a contaros nada eso. Os voy a contar una historia verídica y fluorescente  que me ocurrió allí, y que espero os ilustre sobre una faceta en extinción en el panorama contemporáneo. “El taller y la maestría”
Al grano pues, dicen en Álava.
Recuperado de la laxitud intestinal que me produjo tomar las aguas locales, me hallé con fuerzas para colmar mi obsesión de pintar el “Sacromonte”.

Becados de la fundación Rodríguez Acosta


Cada mañana tomaba mi tablero de metro y pico por metro, lo cargaba en el coche junto a los óleos, pinceles y demás aparejos y me subía hasta el camino forestal  que se asomaba al Sacromonte desde la Alhambra. Después de andar todos los días diez minutos así cargado por el campo, en más de una ocasión me vi obligado de devolverle a la tierra parte de lo que generosamente me había ofrecido en el desayuno.

Y me ponía a pintar lo que confieso, era un cuadro terrible. Cabezón, yo insistía, día tras día, hasta el día de la furgoneta.
El Sacromonte era, al parecer, el lugar preferido de mi bisabuelo granaino. En las cuevas de la montaña se mezclaba con los gitanos en desparrames de tinto y juerga flamenca.
El día ese de la furgoneta, tuve la oportunidad de conocer a uno de esos gitanos, descendiente de los compadres de mi bisabuelo.
Algo debió ver desde el otro lado para que se diera un garbeo hasta mi posición. Todos sabéis lo incómodo que resulta que te miren mientras pintas. Más si cabe, si un tío que ha bajado de una furgoneta tuneada a pedradas,  se ha venido derechito hasta ti.

A los cinco “minutis” de falsa concentración el gitano habló.

-¿Tú por quién pintas?

-¿Pardon?-Dije con mi mejor acento de Birmingham

-¿Qué que palo tocas payo?

No le entendí hasta que entré en su cueva. Cómo y por qué me subí a su furgoneta y me deje llevar hasta allí, no lo puedo explicar. Digamos que fue por curiosidad ancestral.

-Ves-Me dijo con vehemencia sujetando un cuadro pintao-Yo pinto por don Julio

-Don Julio…

-El tío Julio, Julio Romero…

-¿…De torres?

-Ea, ya se enterao

Una mirada más serena sobre el cuadro que sostenía el gitano me dejó epatado. Era un julio Romero de  Torres, pintando mujeres morenas ¡En chándal y apoyadas en furgonetas!


-¿Y esto?-dije locuazmente

-Yo pinto por julio, como mi pare y el abuelo. Éste se aprendió de su misma mano con el afán de traspasar los conocimientos a los chiquillos. Cuando se acaba la temporá de la exportación de productos de la Vega a güisconsin, USA, nos recogemos en la cueva pa el pinte. La mayor ya no, que me está estudiando pa ingeniero en Sevilla.

-Ah

-¿Y tú por quien pintas payo?

-¿Y yo por quién pinto…?

El reflujo de esa pregunta insidiosa y del vino tinto que ingerí en honor a mis ancestros me han rondado hasta hoy, uno en la cabeza y el otro en la úlcera.

¿Acaso el pintor contemporáneo tiene vedado el aprendizaje de un maestro?
¿Alguien pudiera pensar que es una vergüenza reconocer que has aprendido formas y maneras de alguien, e incluso que has continuado un trabajo donde alguien lo dejó?
¿Es la autoría y la patente el fin del arte o es más importante hacer algo excelente y glorioso?
Los gitanos tienen muy claro que el maestro es tal porque entre otras cosas enseña.

Siempre vuestro

Íñigo


Dedicado al gran pintor, Antonio Maya,

Guadarrama, Antonio Maya