El otro día llegué atribulado a casa. Habíamos ido Mindi y yo a un funeral en los Carmelitas de Ayala. Se habían muerto los padres de mi amigo Fermín, artista conceptual. Esto sonaría a tremenda tragedia de no ser porque mi amigo tiene ochenta y dos años y sus padres murieron dormidos en la cama, ambos superando los cien. Su muerte había sido apacible y, por mucho que mi amigo diga lo contrario, previsible.
Cuando terminó la ceremonia nos fuimos de anises los íntimos. El ambiente y la edad de los difuntos propiciaba la distensión y las bromas escatológicas de rigor: “Qué si yo quiero que me paseéis de copas por los bares”, “a mí que me abandonéis en el privates”, “que a mí me arropéis con la bandera de España y toque la banda de la legión”… Lo típico en estos casos. Pero Fermín estaba mustio.
-¡Coño Fermín, que es ley de vida, cojones!
-Es que soy huérfano de padre y madre
-Que tienes ochenta y dos años
-El sentimiento es el mismo
Cuando llegué a casa con el anís en todo lo alto, despedí a la nurse con un incómodo abrazo, arropé al perro en la cama de los niños, me preparé una salchicha flambé y me desnudé disponiéndome a tener una meditación elevada. Mindi me hizo espacio y se fue a la cama.
Qué cabrón Fermín. A sus ochentaitantos mantenía el tejado intacto, cosas genéticas. Hay sentimientos universales, como el del gusto por las veinteañeras. Tenía que expresarme. Anduve pensando un rato buscando en una imagen que se resistiera a la muerte y la vejez contra natura.
¡Bing! Se hizo la luz. Hice un dibujo, lo enmarqué aprovechando el marco de una foto de cuando nos casamos y lo colgué tapando el cuadro de la luz, símbolo del génesis. Después me fui a dormir al sofá…
Me despertaron los niños intentando meterme un palito de chupachus por el oído. Mindi intentaba descolgar mi escultura extendida de origen performativo.
-¡Atrás, no toques eso, es un símbolo que nos hará tomar conciencia de nuestra finitud y que nos exigirá aprovechar cada minuto nuestra preciosa existencia!
No le guardo ningún rencor a Mindi. Al fin y al cabo los catorce puntos que me dieron en la ceja serán un símbolo aún más preclaro de nuestra propia finitud. Además ella no quería herirme, solo quería estampar a la duquesa contra la pared, pero la silla se le movió al tomar impulso.
Vuestro chico melancólico