Queridos amigos de la fundación Durrell, estimadas viudas del club de esgrima, afectuosos notarios de Villaverde:
Fue en mi más remota adolescencia cuando tuve la mayor y más grave pérdida de inocencia. Una misionera del erotismo me condujo entre unos jaramagos del práctico parque del Retiro. Allí sin preámbulos me enseñó una buena perspectiva en cinemascope y me permitió un par de minutos de auscultación meticulosa.
El episodio me traumatizó. La impresión me dejó mudo y, en el tambaleante viaje de vuelta, la voluntaria finiquitó la relación médica que sosteníamos por rarito.
Yo debería haberme quedado más tranquilo, con ganas de un cigarrito y de ver el Madrid-Atleti, pero la turbación del cotejó de mis expectativas con factores de densidad y volumetría mantenían mi cerebro revolucionado. Tocar esas turgencias fue una profanación que nos acercaba a los dos a la muerte.
Esta actitud es fundamental para rebasar las cuestiones propias de la profesión de artista sin desencanto.
En la facultad aprendes a mirar un cuerpo desnudo como si no fuera una mujer. Calculas proporciones, `planos de color ante una mujer distante, posando con frialdad. Sin retiro y jaramagos, sin paseantes ni voyeurs. Vamos, como un ginecólogo.
Más tarde aparece la verdadera pornografía, la del mercado. Los precios de los cuadros, las comisiones, las ventas.
A pesar de todos los episodios que, antes y después de aquel, me he ido despojando de la mística de lo desconocido, mantengo intacto un profiláctico y saludable instinto infantil. Aún sigo sin poder sostenerle la mirada a un topless.
Mi fe en la creación sigue intacta.
Os deseo un próspero fin de semanas y que una trucha salte de una alcantarilla para revelaros el número premiado de los euromillones.
Os quiere, vuestro chico trabajador