Hace unos años un play boy diletante, pronador y con RH negativo, se hizo adicto a mí cuando se enteró de que era un artista maldito. Me invitaba a tabaco y me llevaba a comer las “lentejas de la Mona”. Me exhibía con orgullo y cuando achuchaba el busto de alguna Filomena me deslizaba un billete de cincuenta euros para que me cogiera un taxi y les dejara tranquilos.
Me contaba chismes de la jet que yo replicaba con mordacidad y, si en alguna reunión algún actorzuelo de medio pelo se le ponía chulo, me soltaba la correa y me decía “¡A por él!”. Yo fiel, lo hacía picadillo, no dejaba ni las migajas.
Otra de las cosas que le encantaba verme hacer era saltar la verja del arqueológico para fingir una galante cópula con las efigies de la escalinata. Cuando aparecían los de seguridad les lanzaba piedras para cubrirme una retirada ordenada.
La desidia con que ejercía su amor por el arte, porque en realidad le importaba un pepino, respondía a la los atavismos adquiridos en la infancia. Sin duda, cierta educación y gusto marcan una diferencia de clase aún más infranqueable que la que se consigue con dinero. El esmero que sus progenitores observaron a este respecto se demuestra con la importación de una preceptora negra y escultural, doctorada en historia del arte por la Mississippi University. El joven atribulado de quince años que era entonces debió pensar que cualquier cosa que saliera de esa diosa rotunda y firme debía ser palabra del señor e hizo de sus enseñanzas hábito.
Lo de la miss se acabó pronto con la predecible pillada nocturna. Sus padres la permutaron por un sacerdote Jesuita iracundo y forofo del frontón que poco tuvo que hacer ya sobre el carácter de su acólito.
Mi procrastinador amigo nunca terminó de encajar el golpe. Adoptó el presentismo con la tranquilidad desahogada del rentista y mantuvo románticamente las formas.
Se sobrepuso a su decadencia mecenando a marginales como yo. Era una costumbre, un formalismo, algo en apariencia frívolo pero que nos mantuvo a ras del límite de la mendicidad a unos cuantos en los años duros.
Desgraciadamente, hace seis años, en un safari en el Serengueti pilló el dengue en su versión cerebral y se fue para el otro barrio en un plis plas.
A nadie se le ocurriría decir en público que el arte es una cosa absurda y prescindible pero la realidad es que en general a nadie le interesa. Por eso es una delicia poder contar con un número indeterminado de guardianes de las formas que, independientemente de sus motivaciones, mantienen artistas o coleccionan arte como una gimnasia que diferencia de la media y es tan higiénica como ducharse, lavarse los dientes o echarse desodorante.