Tengo un amigo de Kurst, poeta. Escribe unos versos extensísimos haciendo rimar el final de las estrofas pares con los encabezados de los capítulos de los manuales agrícolas de la extinta Unión Soviética. Para su completa comprensión es necesario tener el poemario, los manuales agrícolas, un diccionario etimológico y otro especializado en contabilidad y un auditor. El aturdimiento que provoca su lectura en ruso dialectal sólo es comparable al de una anestesia general.
No se pone calzoncillos, prenda inútil y burguesa, a causa de lo cual arrastra un escozor crónico en su antropogonía. Combate el picor con una fruición bastante violenta a la hora de entablar una conversación si quiera para pedir una café con leche.
Cuando viene le encanta que le lleve al Parque acuático de Villanueva de la Cañada. El prurito amaina en el agua fresca y el español tatuado le priva.
Invariablemente se hace pis al entrar en la piscina de olas porque no sabe nadar, vocea la hazaña, gracias a Dios en Ruso, embutido en un bañador de señora.
A la hora de comer le llevó a un chiringuito en Colmenar de Oreja y almorzamos con anís.
Acabo tan hasta el moño que en cuanto se despista le digo que se baje estirar las piernas y lo abandono en la cuneta.
En el impasse de dos semanas suele llegarme de Kurst una extensa carta o una postal guarra donde, en resumen, me colma de alabanzas por mi hospitalidad y mi contribución a su causa poética.
Mi querido amigo es un magnífico ejemplo de que el arte no nace necesariamente de alguien modélico cuya obra lejos de ser bella, es abominable.
Os quiere, vuestro chico trabajado
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