El mes pasado me fui a hacer unas purificaciones. Los artistas nos purificamos a base de fiesta y ayuno, sobre todo porque después de tanta fiesta se nos olvida comer. Los ignorantes suelen despreciar este comportamiento tachándolo de inmaduro o caprichoso cuando no de inmoral.
Como decía, pensar esto es pura ignorancia.
Llevaba unas semanas aterrorizándome a mí mismo por mi mediocridad, vulgaridad y simpleza de ideas. Solo hay una cosa que me dé más miedo que la insalubridad y esa es la vulgaridad. Este es el quid. Para refrescar su simbología poética el artista debe profundizar aterradoramente en la naturaleza humana de tal modo que nunca sabrá si será capaz de volver para contárselo a los demás, el ”leit motif” de todo esto.
Un artista juega con la resistencia de su carácter para observar las más bajas pasiones, las bellezas inmarcesibles, los aullidos existenciales y no perderse en seducciones presentistas y sedantes como el propofol.
Me habían dado el contacto de un médico coreano con un despachito en el polígono de Cobo Calleja y, no sin temor, me dispuse a pasar un periodo de cuarentena, purificándome.
Como toda gran empresa, no negaré que está regada de momentos emocionantes, pero en su mayoría he de decir que es algo horrendo y agobiante tener que huir desnudo de cintura para debajo de la guardia civil, tratar de talar un árbol con una piedra o abalanzarse a un pantano metido en un Seat Ibiza.
Siempre hay un momento en el que contemplas el paisaje de la locura, tanto en ti como en los que te rodean. A algunos incluso tratas de retenerles para que no sigan en esa dirección sin retorno, como unos Scotts postmodernos. Todo está cogido de un hilo, el riesgo y la tensión dominan el ambiente…
El impulso de convertir todas esas experiencias en literatura y la consideración de que has llegado a la frontera de lo tolerable por una mente, termina por hacernos renunciar a estas purificaciones y darlas por clausuradas.
Esta actitud y estas experiencias nos convierten a los artistas en los cronistas de los últimos cuerdos ante las fronteras del sinsentido. Somos los centinelas de lo coherente.
Tras la purificación parecemos de cristal, y bastaría un soplido para desmenuzarnos en arenilla, a cambio podemos ver el mundo tal y como es para maravillar a la audiencia. Está audiencia se hará cruces con nuestra agudeza y agilidad mental incapaz de entender de donde nacen esas ideas tan extrañas y sugerentes.