No es fácil convivir con un santo, de hecho es terrible. Los santos viven el tiempo de Dios y tienden a imponérselos a sus seres queridos. Sería fácil encontrar al santo y su familia, en mitad de la operación salida, en una estación de servicio de la provincia de Albacete, arrodillados a la solana brutal, admirando la basta creación latifundista del Señor y recreándose en los “import-export” relacionados con la industria vinícola.
El santo, conocedor de la verdad, ha perdido el sentido común. Ya no presenta las declaraciones de la renta, ni paga el IBI, no pasa la ITV y no se hace ni análisis de sangre, ni de orina. Pasea por la calle indecorosamente con un batín roñoso y descalzo, se ríe solo y los pajaritos se le posan encima. Hace caso omiso de la señalización vial o de las prescripciones de convivencia. Eso sí, muestra una disposición inmejorable para ayudar al prójimo y en cuanto puede se dedica a echar un capote a los pipas a descargar los camiones, a socorrer a las viejecitas llevándolas a caballito al centro de salud o a favorecer a los maleantes distrayendo a la policía.
Su bondadoso desprecio anarquista del orden es una refutación impecable de la realidad. Esa es una cualidad rarísima y maravillosa que a veces les confunde con los esquizofrénicos no medicados.
Todos los santos tienen, no obstante, una faceta oscura. No es raro que en algún momento el santo desfallezca ante la tentación de sentirse superior a los demás. Dios le habla y por tanto él sabe. Dios suele castigar estos ramalazos haciendo mutis por el foro. Entonces al santo le aflige su mala conciencia, y se encuentra terriblemente abatido. Está incómodo y desasosegado, como si tuviera el síndrome de abstinencia.
Hubo una vez un santo que pasaba por este trance, tenía los nervios deshechos y no hacía más que rechinar los dientes y fumar Marlboros. Se encontraba tan enfermo que desveló a su hija querida de su dulce sueño para que rezara con él. Se le había caído una perla que olía a rosas en mitad del jardín. Era de noche y no había manera de encontrarla. El santo estaba obsesionado con esa perla. Para el simbolizaba toda la bondad y pureza que pudiera haber en el mundo. En el fondo sabía que esa pulsión era supersticiosa pero se sentía frágil y abandonado, y miserable por su soberbia. Buscar la perla era una manera de rezarle a Dios implorándole perdón por su debilidad de carácter.
Su hija, aun más santa que él, pero lo suficientemente juiciosa como para no hacer el burro, se arrastró a la selvática fronda nocturna para complacer a su padre. Ella sabía como tratarle y se comportaba como una madre con su hijo. Fingió durante un rato que buscaba y escrutaba aquí o allá hasta que lo creyó oportuno. Entonces decidió volver a convertir a su padre en santo, miró al cielo y mientras señalaba la Luna dijo: “Mira papá, la perla ha subido al cielo”.
El Santo reconoció la voz de Dios al instante y esto le produjo tanta paz que se quedó dormido en el sitio. Su hija querida le arropó con unas jaras y se fue a su cama encantada y somnolienta.
Los artistas y los santos suelen inspirarse mutuamente.