Vistas a la Provenza

Un día de Mayo de gloria que la calle del estudio olía a eternidad y a moñiga de caballo me dio por escrutar las rendijas de una puerta de un garaje en venta. El escrutinio de rendijas es un arte ancestral que se remonta a los ritos paganos de la anciana Roma, los cuales trajeron Rómulo y Remo de los pueblos bárbaros del Rin. En aquella época abrían en canal todo tipo de animales, con preferencia por los bueyes, para leer el futuro en sus vísceras. Un hígado en mal estado era el peor de los presagios, como hoy cuando pasas consulta con el especialista en digestivo.

Como iba diciendo, ese día de mayo tan esplendido que se te encogía el corazón pensando en que seguramente iba a ser el mejor día de primavera de tu vida y que lo que quedaba era ya solo decadencia, arañaba con un palito la puerta de un “petit garaje”, preñada de rendijas y tan tentadora como un árbol lleno de moras.

El escrutinio, al igual que los tocamientos, se va haciendo a poquitos, con nervios y ansias por el porvenir de las maniobras, reservando lo mejor para el final, es decir, echar un vistazo por una de las grietas o agujerillos.

Y entonces se obró el portento. Al mirar el interior, se me apareció “La Provence” tan vívidamente como la enseñan en el “HOLA”. Con sus prados verdes, sus árboles frutales, con las jóvenes de pieles doradas y macizas, saladas por el Mediterráneo.

La brisa suave olía tanto como cuando era niño y mi abuelo me veía correr extasiado de orgullo. Se regeneró en mi interior la sensación de tener un alma inmortal y de la emoción se me escapaban los pucheros.

No sé cuánto duro el interludio, pero cuando me separé de la puerta tenía grabado en la frente un negativo de la madera y motitas verdes de la pintura desconchada.

Quise rezar allí mismo, y ya me estaba arrodillando ante un Renault Clío de color habano metalizado, pero se acercaba una señora con un carrito del que rebosaban lechugas y puerros y me alejé peripatéticamente susurrando padresnuestros avergonzado de mi falta de compromiso.

Unos días después me volvió a ocurrir algo parecido despiojando a mis hijos. Esa foresta capilar como un pinar batido por el cierzo de la liendrera me proyectó fulminantemente. Los niños me preguntaban por qué lloraba y yo estaba tan acongojado que no podía contestarles. Solo pude raparles al cero y llevarles a misa.

La puesta en escena del milagro es siempre impecable. En el momento más inesperado aparece la escena provenzal como se encienden las teles modernas, súbitamente, y como solo se lo pudiera imaginar Willy Wilder.

¡Es tan hermosa la visión! Es el paraíso, la Arcadia feliz, Troya. Es Israel.

En la visión provenzal  pude ver un caballo que se hundía muy lentamente en un hoyo. No estaba alterado, esperaba pacientemente porque sabía que era inmortal.

En la visión provenzal pude ver un caballo que se hundía muy lentamente  en un hoyo. No estaba alterado, esperaba pacientemente porque sabía que su alma era inmortal.